miércoles, junio 21, 2006

(02) Una comida muy especial

Especificaciones:
Escribir un relato que describa a un personaje imaginario (que no exista en el mundo real) comiendo.


Imposible no ver aquellas letras amarillas destellando a la entrada del restaurante.
-Protocolo 110 -masculló el teniente Bermúdez al tiempo que aplicaba un codazo en el hígado de su acompañante- ¿te suena?
El alférez Smith no contestó, en parte porque el codazo le había dejado sin aliento, en parte porque se trataba de una pregunta retórica.
¿Quién no conocía aquella historia? Los Titerotes, una raza cruel y sanguinaria, había iniciado una guerra absurda que se saldó con cien millones de bajas y un vergonzante armisticio articulado en el protocolo 110, conocido popularmente por la lacónica sentencia de “come y deja comer”. El acuerdo -se recordó a sí mismo el alférez Smith- obligaba, bajo pena de muerte, a respetar los usos y costumbres en la mesa de todos los ciudadanos de la federación galáctica. Por fortuna, el protocolo sólo regía para uno de cada 100 restaurantes y, para su desgracia, acababan de dar con uno de ellos.
El aroma de un millón de platos le golpeó la nariz mientras su vista se perdía en la inmensa nave de más de dos kilómetros inundada de una atronadora barahúnda de seres exóticos que charlaban, gruñían y devoraban al mismo tiempo.
-Allí -gritó el teniente Bermúdez arrastrándolo violentamente hacia una zona milagrosamente despoblada de comensales.
Fue entonces cuando se dieron cuenta de su error. Retroceder ahora se consideraría una fragante violación del protocolo 110, así que tuvieron que sentarse frente al titerote que, de inmediato, clavó en ellos sus cinco ojos de ciruela.
Smith nunca había tenido ante sí a un Titerote, aunque había oído algunas historias sobre ellos. Sin duda exageraciones malintencionadas, se esforzó en creer mientras tomaba asiento frente a él para no despertar peligrosas suspicacias en la criatura.
En breves segundos compareció el robot de avituallamiento que descargó con mecánica maestría el menú extragigante del titerote al tiempo que solicitaba cortésmente a Bermúdez y Smith que hicieran su pedido. Pero antes de que tuvieran tiempo de pronunciar una sola palabra, comenzó el espectáculo.
El titerote, que había permanecido en aparente quietud hasta entonces, pareció cobrar vida súbitamente. Su cuerpo rechoncho de color menta y consistencia gelatinosa, inició una especie de vibración espasmódica generalizada, acompañada de un gorjeo que crecía por momentos. Bajo su piel traslucida algo comenzó a agitarse con creciente violencia.
El alférez Smith sintió, alarmado, que el pánico le estaba aflojando peligrosamente los esfínteres, al tiempo que una duda turbadora y morbosa se abría paso en su mente: No lograba imaginar como se las arreglaría el titerote para ingerir aquel menú teniendo en cuenta que no había en todo su cuerpo nada que recordase a una boca donde introducir la comida ni a un brazo con el que cogerla de la mesa.
La duda de Smith no tardó mucho en disiparse. De improviso un grueso filamento viscoso, surgido de las profundidades del titerote, se proyectó sobre una hamburguesa gigante, la capturó y la introdujo en su interior emitiendo un ruidoso y fétido eructo.
Desgraciadamente para Smith y Bermúdez, el proceso de masticación había dejado abierta una especie de llaga babeante por la que salían proyectados trozos de hamburguesa envueltos en una especie de moco verdoso y muy caliente, según pudo comprobar Smith cuando recibió uno en plena cara.

Pero no tuvo tiempo de reaccionar porque un nuevo filamento había alcanzado su rostro en persecución del apetitoso bocado y le estaba aplicando un calido y absorbente beso que le extrajo, junto con los restos de la hamburguesa, todas las impurezas que alojaba su nariz. Smith tuvo la sangre fría de preguntarse si aquello no sería una hábil estratagema del titerote para hurgarle en la nariz y sacarle con disimulo lo que tal vez podría ser una exquisitez para la criatura.
Sea como fuese, el titerote continuaba comiendo sin darse un respiro. Una nueva protuberancia de forma vagamente helicoidal aferró el embase de las patatas fritas con ketchup y las roció sobre lo que debía ser su cabeza, ante la estupefacción muda de Smith.
-Absorción cutánea -comentó en voz baja Bermúdez- mientras el ketchup y las patatas se hundían lentamente en la piel que había adquirido consistencia semilíquida en aquella zona. Fue entonces cuando Smith comprendió el significado de aquellas sospechosas manchas que coloreaban irregularmente la piel del titerote. Residuos de anteriores comilonas en proceso de digestión. Hasta le pareció distinguir el característico contorno de un huevo frito en el costado derecho de la criatura, junto a una axila, si admitimos que las protuberancias filamentosas eran brazos.
A medida que el titerote introducía nuevos alimentos en su cuerpo, se abrían otras tantas bocas que se incorporaban a la sinfonía de gorjeos, flatulencias y lluvia de excrecencias alimenticias. Por supuesto Smith y Bermúdez se mantuvieron prudentemente inmóviles porque sabían que cualquier intento de esquivar los fragmentos de hamburguesas o de otras viandas podía considerarse, según el protocolo 110, como un intento punible de dañar la autoestima del titerote.
En realidad, el titerote comía con tanta avidez que el espectáculo no había durado más de 30 segundos, aunque a Smith y Bermúdez le hubiese parecido una eternidad, pero aún no había terminado, como enseguida pudieron comprobar.
Consumido ya el menú, el titerote cerró todas sus bocas abiertas con otros tantos eructos, recobró su aspecto rechoncho y pareció relajarse por un instante. Pero sólo fue un instante. Enérgicas contracciones sincronizadas con fuertes resoplidos convulsionaron de nuevo su cuerpo que empezó a engordar peligrosamente adoptando la forma de una caldera a punto de estallar. Entonces, algo pareció romperse dentro del titerote y el teniente Bermúdez tuvo el tiempo justo de anunciar con voz ahogada: ¡autopropulsión fétida! antes de que una estruendosa e interminable ventosidad levantara en el aire los 400 kilos de titerote y los proyectara a toda velocidad en dirección a la salida del restaurante. Para no salir despedidos con el rebufo, Smith y Bermúdez tuvieron que agarrarse con todas sus fuerzas a los brazos metálicos del robot de avituallamiento que repetía desde hacia rato: por favor, señores, hagan su pedido.
-Creo -musitó Smith inhalando contra su voluntad el fétido gas salido de las interioridades del Titerote- que no tomaré nada por ahora.
-Lo mismo digo –balbuceó el teniente Bermúdez mientras se encaminaba, tambaleándose, hacia la salida.
Y el robot, visiblemente contrariado, se perdió a toda prisa entre los comensales reafirmado en su convicción de que nunca llegaría a comprender la extraña e imprevisible conducta de los seres humanos.

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