jueves, junio 22, 2006

(03) Al pie de la montaña

Especificaciones: El profesor nos mostró una fotografía en la que dos chicos subidos a un tren destartalado acariciaban a una vaca detenida en el andén. Nos pidió un relato basado en esta imagen.

La luz de la mañana ya ha comenzado a entrar por la ventana y ha dibujado en su mesa un característico triángulo de luz que le anticipa la inminente llegada de los empleados del periódico.
Mientras sorbe el café que acaba de prepararse, ojea un anuario fotográfico en busca de inspiración para escribir el relato que tendrá que entrar en prensa esta noche.
Algo inesperado detiene su mano y le acelera el pulso. Mira, sin comprender, la fotografía de dos muchachos que desde la ventanilla de un tren atestado, acarician la cabeza de una vaca.
Siente que el suelo, las paredes, la mesa, todo lo que le rodea, se desvanece y vuelve a ser un crío de tres años que corre feliz, saboreando por anticipado el rudo abrazo de su padre que acaba de aparecer en el camino. Pero se detiene en seco al ver que lleva sobre el hombro un animal que patalea.
-¡Kandú! -oye gritar a su padre- ven a ver el ternero que he comprado en el pueblo. Pero el miedo le mantiene clavado en el camino y le hace girar sobre sus talones y escapar hacia la casa, donde su madre, de pie, contempla la escena muerta de risa.
Kandú recuerda claramente que su hermano Kiko nació la noche de ese mismo día y que mientras su padre ayudaba a su madre en el parto, él conseguía vencer el miedo y acariciar por primera vez el hocico húmedo y caliente del ternero, que lo observaba con sus ojos grandes y asustados.
El invierno siguiente heló el rió y mató animales, hombres y niños, pero cuando el aire helado que bajaba de la montaña se filtraba por las grietas de la casa, el ternero se acercaba a kiko, le lamía la cara y las manos amoratadas y recostaba sobre él, su cabeza de pelusa suave para calentarlo.
-Me lo ha salvado, -repetía su madre agradecida cuando terminó el invierno.
A los dos años Kiko, había bautizado al ternero con la única palabra que había aprendido a pronunciar
-Soquí -balbuceó señalando al ternero ante la sorpresa de todos. Y el ternero, sin un titubeo, se le acercó para que el crío pudiera apretujarle la cabeza entre sus brazos, mientras su madre los miraba envidiando aquel gesto que nunca había tenido para ella.
Kiko y Sokí vivieron diez años en aquel paraíso agreste de tierra siempre húmeda al pie de la montaña, creyendo que el mundo terminaba en el río y que ellos dos eran sus únicos moradores, entregados a interminables juegos con los matorrales, las piedras y los arroyos, que sólo acababan cuando caían rendidos el uno sobre el otro.
Pero un día, la montaña se cubrió de nubes negras y comenzó a llover como nunca lo había hecho. Durante dos días seguidos la lluvia borró los árboles, el río y hasta la propia montaña mientras Soquí y Kiko permanecían abrazados y temblando en un rincón de la destartalada casa de madera.
Por la mañana del tercer día, oyeron un rumor que descendía de la montaña y que crecía hasta convertirse en un bramido atronador y entonces la casa reventó y ellos salieron arrastrados por una riada de lodo y ramas punzantes. Kiko desapareció durante unos minutos en el torrente de fango mientras que sus padres y su hermano, agarrados a las ramas de un árbol que había resistido la embestida de la riada, gritaban su nombre hasta perder la voz.

Cuando ya habían desistido en sus intentos, lo descubrieron en la orilla opuesta, junto a Xoqui, que lo mantenía sujeto por la ropa para que el lodo no lo arrastrase.
Consiguieron a duras penas salvar sus vidas, pero lo perdieron todo.
Cuando las aguas se hubieron retirado, el padre los reunió junto a los cascotes que habían quedado de la casa.
-Debemos ir a la ciudad o moriremos -les dijo-. y para pagarnos el tren, tendremos que vender a Xoqui -añadió luchando para que no se le quebrara la voz.
Todos miraron a Kiko que parecía no oír, agarrado al cuello del animal.
Al atardecer del día siguiente habían subido al tren y esperaban a qaue se pusiera en marcha hacia la ciudad Kiko lloraba en silencio desde hacia horas. Kandú le levantó la cabeza anegada en lágrimas y le preguntó: ¿No vas a despedirte de Xoquí?
Kiko abrió los ojos de par en par sin llegar a comprender.
-Asómate a la ventana y verás -le dijo.
Xoqui estaba allí. Su comprador había accedido a acercarlo hasta el andén para que la familia se despidiera. Kiko tuvo el tiempo justo de acariciar su cabeza y de susurrarle al oído: Volveré a por ti Xoquí, te lo juro.
Y lo hizo. Durante cinco años –recuerda Kandú- trabajó sin descanso, ahorró cada moneda que cayó en sus manos y finalmente volvió al pueblo, rehizo con sus propias manos la antigua casa familiar y retomó su vida donde la había dejado, a la sombra de la montaña donde había conocido la felicidad.

Y Kandú acarició la imagen de Kiko y Xoquí, cerró el anuario y comenzó a teclear en su vieja máquina de escribir: La luz de la mañana ya ha comenzado…

1 comentario:

x dijo...

Te felicito por este blog literario.
La foto era "El tren de juguete de Darjeerling", de Stephen Dupont.
Salud