domingo, agosto 13, 2006

(07) Lucha desigual

Especificaciones:
El relato debe recrear la situación de que "el héroe se enfrenta con su enemigo en la
caverna abismal y lo vence. El enemigo debe ser un compañero de clase al que previamente le habremos hecho una entrevista para conocer su entorno de trabajo, que será la caverna abismal.
El relato ha de ser en primera persona.


Mi vida no había sido fácil y encontrar trabajo mucho menos. Quizás fue esa la razón por la que salté de alegría en la cama cuando me despertaron para darme la noticia de que había sido seleccionado para el puesto de auxiliar administrativo en la Caja provincial de ahorros.
-Sólo tienes que superar los tres meses de prueba para que te hagamos fijo, -me explicó el señor Lòpez, mientras nos dirigíamos a mi nuevo puesto de trabajo.
-Esta es Maria, tu nueva jefa, y este Tomás, tu nuevo compañero, dijo a manera de presentación.
Sólo voy a daros un consejo: A ti, Tomás, que abras bien los ojos, porque dentro de tres meses tendrás que demostrarme que dominas tu trabajo al cien por cien y a ti Maria, que no se lo pongas muy difícil a Tomás ¿entendido?
-No te preocupes, te lo cuidaré bien –dijo Maria con una sonrisa congelada y añadió para sí en un murmullo que sólo yo puede oír: “lo que tu digas, bonito”. Y tan pronto se hubo marchado el Sr. López, se enfrascó de nuevo en una enorme pantalla que hervía de cifras.
-Hola, me llamo Tomás –me presenté tratando de poner en la voz toda la dulzura de la que era capaz, y le extendí la mano.
-Siéntate, abre bien los ojos y déjame trabajar. Esto no es muy serio, sabes. Estoy haciendo transacciones por valor de mil millones de euros y me juego el cuello cada vez que toco una tecla.
-Perdón, acabo de incorporarme y no sabía… -trate de disculparme entupidamente. En vista de su actitud fría, decidí sentarme a su lado y observarla con atención en espera de una señal que no llegaba.
Maria trabajaba con dos pantallas al mismo tiempo, una al frente y otra a la espalda, tecleando con furia mientras murmuraba frases inconexas, como fragmentos de una oración esotérica que fluía al ritmo frenético de sus dedos largos y anillados por enormes sortijas blancas acribilladas de piedras negras.
Al cabo de una eternidad se detuvo, dejo caer los brazos y emitió un largísimo suspiró, como si hubiera estado sin respirar durante las dos horas precedentes.
Entonces giró la cabeza y clavó en mí sus ojos punzantes. Bueno, ya esta bien por hoy. A ver si te estrenas bonito.
Me levanté de la silla como impulsado por un resorte y me coloque de pie, a su lado, sintiendo la extraña sensación de que había cometido alguna falta imperdonable, aunque no podía saber cuál.
-Antes de nada quiero hacerte un par de puntualizaciones para que nos entendamos desde el principio, bonito. No me gustan las familiaridades y no me pagan para hacer de profesora. ¿Lo has entendido?
A lo largo de los dos meses siguientes comprendí hasta que punto eran ciertas aquellas dos puntualizaciones. Cualquier pregunta que le formulaba sobre su trabajo era cortada por un gesto con la mano que venia a significar: “No me interrumpas, el destino del universo está en la punta de mis dedos”.
Me veía obligado a esperar con paciencia a que hiciera un alto y soltará uno de sus largos suspiros para preguntarle, pero pronto comprendí que las respuestas eran deliberadamente incomprensibles y si le repreguntaba, utilizaba su frase favorita:
-Oye bonito, que a mí no me pagan para enseñarte. Bastante hago con interrumpir continuamente mi trabajo para contestar tus preguntas.
Y entonces levantaba su mano ensortijada y hacia como que tecleaba en el aire con extremo cuidado. Lo ves bonito. Un solo fallo y “Ras”, se llevaba el dedo índice a la garganta y hacia gesto de degollarse al tiempo que imitaba la cara de un tétrico ahorcado.
Vista la situación, llegué a la convicción de que tenía que buscarme otra fuente de información si no quería perder el empleo, pero no fue fácil. Nadie conocía el trabajo de Maria excepto un compañero que acababa de jubilarse. De hecho, me habían contratado para solucionar esa comprometida situación.
Un día, cuando ya me había resignado al desastre inevitable, observé que María sacaba un grueso libro de pastas gastadas en el que aún podía leerse “Manual de usuario de transacciones en la D-40”.
Consultó algo, cerró el libro y lo guardó apresuradamente en el cajón de su mesa.
En aquel momento comprendí que todas mis esperanzas, mi vida, mi futuro, mi familia, todo, dependía de conseguir aquel libro.
He de actuar con mucho cuidado -me dije a mi mismo- si la pongo sobre aviso, pidiéndole el manual, todo estará perdido.
Aquella noche la pasé en blanco, urdiendo en mi mente enfebrecida un plan para acceder al cajón que guardaba el tesoro, pero no conseguía imaginar cómo abrirlo teniendo en cuenta que siempre estaba cerrado con llave.
Al día siguiente, ocurrió algo inesperado y providencial. Mientras me dirigía al sótano para recoger algunos impresos nuevos que mi jefa me había pedido (anda bonito, gánate el sueldo y tráeme una caja de impresos del modelo d.45/3, me había dicho), vi como el encargado de mantenimiento abría el cajón de un compañero que se había olvidado la llave en casa. Y lo había hecho metiéndose bajo la mesa y empleando una simple llave inglesa. ¡Dios existe!, pensé esperanzado mientras bajaba la escalera saltando los escalones de dos en dos.
Al día siguiente me presenté en el trabajo con un juego de llaves, un destornillador y unos alicates disimulados bajo un suéter amplísimo de lana gruesa que sólo usaba para subir a la montaña.
A las 9,30 Maria y la mayoría de los compañeros del departamento salían a desayunar y sólo se quedaba el Sr. Lòpez, el jefe del departamento, pero afortunadamente para mis propósitos, no tenía ángulo para ver el teatro de operaciones.
Disponía de 15 minutos para hacer todo el trabajo y cualquier fallo me costaría la expulsión definitiva y la vergüenza de haber sido sorprendido forzando los cajones de una compañera. Traté de alejar de mi mente ese pensamiento torturador, sin conseguirlo.
Comprobé con disimulo que nadie me veía y me arrojé al suelo, saque las herramientas y examine el mecanismo de apertura del cajón. Una larga varilla procedente de la cerradura sujetaba al cajón por detrás mediante un perno que actuaba a manera de pestillo. Seleccione una llave del 5, la encaje en una protuberancia del eje y gire con todas mis fuerzas. La varilla se torció sobre si misma lo suficiente para permitir que el cajón se liberara.
Recogí todas las herramientas con cuidadosa lentitud, comprobé de nuevo que no había nadie en los alrededores y me incorpore, sintiendo que el corazón me golpeaba con fuerza y que el sudor me empapaba todo el cuerpo y goteaba bajo los brazos.
-Primera fase cumplida – masculle para darme ánimos.
Con la máxima discreción, me agache abrí el cajón y localice el manual. Me fije en el lugar que ocupaba para devolverlo exactamente a su sitio.
Me metí el manual debajo del suéter y comprobé con horror que tenía empapada la camiseta y que tal vez mancharía el manual. Me arriesgue a llevarlo en la mano procurando en todo momento que no se vieran las pastas. Toda precaución era poca para ocultar el cuerpo del delito.
Al entrar en la sala de fotocopias sentí una fuerte conmoción: Había dos personas delante de mí. Mire el reloj y habían pasado 7 minutos.
El calor me sofocaba y temía desplomarme en cualquier momento por la tensión que me golpeaba las sienes. La aguja del reloj de pared parecía volar, sólo quedaban cinco minutos para la hora fatídica cuando al fin llegó mi turno. Empecé a fotocopiar con el mayor cuidado, rogando a Dios para que no se acabara el papel o se produjera alguna de las frecuentes averías que afectaban a la máquina. Pero a pesar de que no tuve contratiempo alguno, el reloj ya había sobrepasado dos minutos la hora límite. Justo cuando me disponía a recoger el último papel, vi pasar a Maria en dirección a su mesa. Una nueva oleada de calor abrasador me subió desde el pecho. Me había quedado paralizado, incapaz de pensar.
Sabía que tan pronto Maria se sentara, se daría cuenta de que el cajón estaba entreabierto y descubriría mi maniobra. No quería pensar en lo que ocurriría después.
Pero en ese momento tuve una idea desesperada. Marque frenéticamente el número telefónico de Maria y puede ver con alivio que justo en el momento en que se iba a sentar, comenzó a sonar el teléfono de su mesa.
-¿Doña Maria Sánchez?- logre articular con una voz que el terror había vuelto irreconocible, incluso para mi mismo- su coche ha sufrido un golpe en el aparcamiento, podría…. Colgué dejando la frase a medio terminar para evitar preguntas.
Mi estratagema surtió efecto. La vi dirigirse a la planta sótano echando chispas por los ojos.
Tenía una nueva oportunidad, la última y sentí con alivio que recobraba parte del aplomo que había perdido y que necesitaba desesperadamente. Disponía de al menos cinco minutos.
Cuando llegue a la altura de la mesa de María, deje caer el bolígrafo al lado del cajón y me agache, cubriéndolo con mi propio cuerpo.
Saque el manual de debajo del suéter y lo introduje con cuidado en la misma posición en que lo había encontrado. Cerré el cajón con suavidad y oí el tranquilizador clic que indicaba que el perno había encajado nuevamente.
A los cinco minutos apareció Maria, malhumorada, mirando con odio a su alrededor en busca de una señal que le permitiera identificar al bromista, pero ni siquiera se le ocurrió que hubiera sido obra mía. Se sentó, y reanudó su trabajo con inusitada ferocidad. Al fin pude respirar y recuperar cierta tranquilidad.
Aquel día era viernes y tan pronto llegué a mi casa me entregué sin pausa a estudiar el valioso manual.
A medida que lo leía, empezaba a comprender muchas de las cosas que me habían desconcertado. Las enigmáticas maniobras de Maria empezaron a cobrar sentido y puede darme cuenta de muchas de las omisiones y trampas que había perpetrado para confundirme y asegurar mi fracaso.
A partir de aquel día, todo fue diferente. Empecé a comprender las crípticas operaciones que mi jefa tecleaba y a interpretar los enigmáticos números que danzaban en las pantallas.
Por fin llegó el temido y esperado día de la evaluación. El Sr. Lòpez se sentó a mi lado y me dijo: Veamos que has aprendido, Tomas.
Maria me cedió su asiento con una amabilidad teatral que me resultaba patética.
-Tómatelo con calma, Tomás -me dijo con aire maternal para representar el papel delante del jefe. Lo importante es que no te equivoques. Ya sabes la responsabilidad de este puesto y la dificultad que tiene aprenderlo.
El Sr. Lòpez me dictó una serie de ejercicios básicos que realice sin parpadear.
-Bien, muy bien, perfecto. Ahora veamos hasta donde has llegado Tomás -me dijo mientras Maria parecía paralizada por el estupor.
Cuando rematé todos los ejercicios sin cometer un solo fallo, el Sr. López se levantó satisfecho y me estrecho calurosamente la mano.
-Te felicito, es la primera vez que alguien supera la prueba con tanta brillantez. Cuéntame tu secreto, Tomas -me dijo con gesto de complicidad.
-Conté con la ayuda inestimable de Maria, Sr. López, le dije -saboreando la victoria absoluta sobre mi rival. Sin ella no lo habría conseguido.
-¿Sorprendida, Maria? -dijo mi jefe.
Mi jefa no sabia donde mirar ni que cara poner, pero enseguida se rehizo y tuvo el desahogo de aprovechar la situación diciendo: Bueno, ya sabes que para mí el compañerismo es lo primero. Aunque me he tenido que esforzar mucho, no me arrepiento.
-Bueno Maria, contigo también tenía que hablar. He estado observando con atención tu actuación y como has contestado a Tomás todas las preguntas que te hacía. He informado a la dirección y hemos decidido prescindir de tus servicios para siempre. Pásate por mi despacho para firmar el finiquito y después recoge tus cosas.
Y tú Tomas, siéntate en su puesto y empieza a ganarte el sueldo. Ya eres plantilla en esta empresa.
La escena me había dejado anonadado, aunque no tanto como a Maria que había perdido el habla y su rostro se había contraído en una especie de mueca indefinida entre el odio y el temor, entre la perplejidad y el arrepentimiento.
Comencé a trabajar sintiendo que mi vida había cambiado, soñando en el momento en que se lo diría a Marta, rememorando el piso que habíamos visto y que ahora podríamos comprar, en la nueva vida que me esperaba.
A las dos horas el Sr. López se acercó haciéndome seña con la mano de que no me levantase.
-¿Esto es tuyo? - me dijo entregándome la última hoja del manual que había quedado en la fotocopiadora por las prisas.
-Señor Lòpez, yo.. -intenté disculparme, sintiendo que el mundo se venia abajo.
-No hay nada que explicar, Tomas. Algunos fines, sólo algunos fines, justifican los medios, y este es uno de ellos. Te auguro un gran futuro en esta empresa siempre y cuando no vuelvas a utilizar tu talento en la forma en que lo has hecho. T
e hubieras ahorrado mucho trabajo si me hubieras pedido ayuda… y soltó sobre la mesa un impecable libro de pastas impolutas que decía: “Manual de usuario de transacciones de la D40”.


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