Especificaciones:
Escribir un relato de tema libre que contenga una moraleja o ilustre una teoría o idea.
El venerable Eriseo y sus alumnos paseaban por la gran avenida que atravesaba la ciudad cuando Venecio preguntó:
-¿Qué es un placebo, maestro?
-Un placebo es algo que parece bueno, pero que en realidad no lo es –explicó Eriseo en tono benévolo, aunque firme.
-Maestro, -intervino Eolo, su alumno favorito- los viejos libros definen el placebo como un remedio que sólo beneficia el ánimo del enfermo. ¿Por qué dices que no es bueno?
Eriseo se detuvo, como solía hacer en las ocasiones en que se disponía a sentar principios fundamentales y deseaba dotar a sus palabras de mayor solemnidad.
-Si os dijera que un único placebo fue capaz de provocar por sí mismo la muerte de ocho mil millones de seres humanos, ¿os parecería legítima mi apreciación?
Un coro de asentimientos llegó a los oídos satisfechos de Eriseo.
-Entonces, -prosiguió argumentando-, sólo debo convenceros de esto último para que podáis creer mi primera afirmación ¿estoy en lo cierto?
De nuevo un asentimiento general, refrendo su propuesta.
Está bien, os narraré una parábola, que os ayudará a comprenderlo.
Eriseo tomó asiento en uno de los bancos de piedra que jalonaban la avenida y enseguida se formó a su alrededor un círculo de jóvenes expectantes y ansiosos por oír sus palabras.
-La historia -comenzó Eriseo- ocurrió en los oscuros tiempos en que aún existía la pena de muerte, cuando el hombre todavía luchaba por salir de la barbarie y alcanzar la dignidad propia de su naturaleza racional.
Imaginad una lóbrega mazmorra y, en su interior, tres condenados a muerte, atenazados por la proximidad de la ejecución e incapaces de pensar más allá del lacerante horizonte que se cerraba sobre ellos.
Presos de la angustia y la desesperación se reúnen bajo la temblorosa luz que ilumina la mazmorra y urden, con ojos brillantes por lágrimas de esperanza, un plan de fuga para escapar antes de que fuese demasiado tarde.
A medida que concretan los detalles de la huida, su anterior angustia va trocándose en esperanza y su cerrado universo de desesperación va expandiéndose hasta dar cabida a ensoñaciones en las que se ven a sí mismos disfrutando de la dulce y ansiada libertad en la luz diáfana del mundo exterior.
Con la energía inagotable que otorga la ilusión reencontrada, comienzan a cavar un túnel en la piedra del muro y muy pronto el progreso conseguido reaviva sus esperanzas y fortalece su determinación.
-Si trabajábamos con ahínco y sin descanso –susurran ilusionados- pronto la libertad estará a nuestro alcance.
Habían transcurrido ya tres días de enfebrecido trabajo en la construcción del pasadizo cuando oyeron resonar unos pasos que se acercaban a través de la negra galería que conducía a la celda. Los condenados ocultaron con angustioso apresuramiento las pruebas de su plan de fuga y se acercaron con cautelosa curiosidad a la reja.
Un hombre rechoncho de movimientos taimados, como los de una serpiente, emergió de la oscuridad sosteniendo una antorcha en su mano derecha y un manuscrito en la izquierda. Sólo después de dirigirles una enigmática mirada a través de la reja y dedicar un tiempo insoportablemente largo a estudiar sus rostros angustiados y perplejos comenzó a hablar.
-Habéis de saber que soy el carcelero mayor y que os traigo portentosas noticias.
Hizo una pausa mientras saboreaba, divertido, el efecto que sus palabras producían en los condenados, tras lo cual prosiguió en tono misterioso:
-El rey, nuestro señor, me ha pedido que escoja a tres condenados a muerte para indultarlos, pero desea hacerlo en el último momento, para que sus invitados nunca olviden su ingenio y generosidad.
Yo había pensado en vosotros tres, amigos míos, para el indulto, pero confiaba en que, en justo pago, me concedierais una merced, una pequeña merced diría yo…
El rostro de los tres condenados pasó, al ritmo hipnótico de sus palabras, del pánico a la curiosidad y de esta a la esperanza expectante.
-Estaba pensando –prosiguió el carcelero mayor- que sería una justa forma de honrar la imponderable generosidad de nuestro rey que le cantaseis a coro unas alabanzas que traigo aquí escritas, -y agitó el papel mugriento y arrugado que aprisionaba en su mano izquierda- pero, es de todo punto imprescindible que estas estrofas suenen tan bien rimadas, que dejen en suspenso a todos los presentes, para mayor gloria de nuestro magnánimo rey. Inmediatamente después de que terminéis la loa, el verdugo hará intención de colgaros, pero en ese mismo instante, el rey nuestro excelso señor, tomará la palabra y os perdonará públicamente la vida, haciéndoos entrega de regios regalos para mayor asombro y admiración de los asistentes.
Decidme, ¿seréis capaces de cumplir mi encargo en los tres días que os quedan para la ejecución?
Los tres cautivos, todavía aturdidos por la insólita proposición, se apresuraron a jurar y perjurar que cantarían las alabanzas mejor que los propios ángeles tras lo cual, el carcelero, visiblemente satisfecho, les entregó el papel con las estrofas y desapareció en la oscuridad al ritmo de sus pasos pausados y renqueantes.
Ni que decir tiene que los tres condenados prorrumpieron en gritos de júbilo felicitándose mutuamente por su buena suerte y, sin apenas dilación, se entregaron con entusiasmo a repetir las estrofas, ensayando afanosamente diferentes melodías para dar con la que mejor sirviera al espíritu de la letra.
Sin embargo, al amanecer del día siguiente, uno de los condenados permaneció en el jergón, con aspecto abatido y meditabundo. Enseguida se le acercaron sus compañeros y le interrogaron sobre el origen de su incomprensible tristeza.
-¿Acaso no había motivos para estar contentos? ¿No acordamos ayer trabajar con ahínco en el encargo que nos había hecho el carcelero mayor?– le dijeron con subida indignación.
Pesimista, que así se llamaba el condenado disidente, se incorporó con exasperante lentitud y mirándoles fijamente a los ojos, conjeturó:
-¿Y si sólo es una broma cruel del carcelero para burlarse de nosotros? ¿Y si es un ardid para prevenir cualquier plan de fuga manteniéndonos distraídos con el engaño?
Por unos segundos sus compañeros enmudecieron, pasando de la incomprensión a la incredulidad y al desasosiego, pero enseguida Optimista reaccionó acusando a Pesimista de ser un aguafiestas y de no confiar en la bondad humana, pasando de inmediato a glosar con entusiasmo su fe en la promesa del carcelero.
-Puede que tú seas un desconfiado incurable –argumentó por último- pero nosotros dos confiamos en la palabra de nuestro rey y seguiremos adelante. ¿No es verdad? -preguntó a su compañero Neutral, que permanecía inmóvil y en silencio.
Las miradas de Optimista y Pesimista se clavaron angustiadas en Neutral esperando una reacción que confirmara una u otra posición, pero Neutral permaneció en silencio un tiempo que se les hizo interminable.
-El caso es –rompió a hablar al fin- que los dos podéis estar en lo cierto. El problema es que no sé qué hacer porque ambas presunciones me parecen igualmente probables.
Tras estas palabras, los tres condenados se enzarzaron en una encendida discusión que consumió más de medio día de su precioso y escaso tiempo, llegando por último a la decisión de que cada uno tomaría el camino que le pareciera mejor, renunciando así a la ventaja que significaba trabajar en equipo para el objetivo común de escapar.
Optimista siguió ensayando con las estrofas de alabanza, Pesimista reanudó la excavación del túnel y Neutral repartió su tiempo en ayudar a Pesimista y a Optimista al no poderse decidir por ninguna de las dos opciones.
Transcurrieron así los tres días que faltaban para la ejecución y, como consecuencia de las continuas disputas y de haber dividido por dos los recursos disponibles, el túnel no se terminó a tiempo y cuando apareció el carcelero, los tres tuvieron que acogerse a la única opción que les quedaba: la fe en la promesa de indulto.
Después de que fueron conducidos al cadalso, situado en el centro de una amplia concurrencia formada por el rey y sus cortesanos, el carcelero mayor se acercó y respetuosamente susurró unas palabras al oído del rey, que asintió satisfecho.
El carcelero hizo la señal acordada a los presos que, de inmediato, entonaron con voz, a ratos quebrada por el pánico y a ratos templada por la esperanza, una larga retahíla de encendidas alabanzas sobre la justicia y generosidad del rey que fueron escuchadas con respetuoso silencio, no exento de estupor, por los asistentes.
Tan pronto terminaron, el carcelero hizo otra señal y el verdugo terminó con gran maestría su trabajo en medio del jolgorio y aplauso general.
Cuando todo hubo acabado, un alto dignatario extranjero, que había presenciado atónito el espectáculo, interrogó al rey:
-Señor, nunca había visto nada igual. ¿Cómo conseguís que los condenados canten vuestras alabanzas en el último instante, cuando ya nada tienen que perder?
-Eso mismo le he preguntado yo mil veces a mi carcelero -contestó el rey- pero ni torturándolo he conseguido sacárselo. Sospecho que él cree que si confesara su secreto, dejaría de ser el mejor carcelero del reino y podría perder su bien remunerado trabajo.
En ese punto el viejo y sabio Eriseo dio por terminado el relato y aprovechó el silencio que sucedió para recorrer, divertido, el rostro suspenso y confuso de cada uno de sus discípulos.
-Creo que lo hemos entendido, maestro -habló Eolo, el discípulo preferido- El placebo es la promesa falsa de salvación del carcelero, y la ejecución de la condena el precio que tuvieron que pagar los condenados por abandonar la auténtica solución, en favor del placebo. Sin embargo, ¿como es posible que por ese error hayan sucumbido millones de seres humanos como afirmabas al principio?
Eriseo se levantó y comenzó a hablar, saboreando por anticipado el sublime placer que todo maestro siente al sembrar en la mente ávida de sus alumnos las semillas de nuevas verdades que en los próximos años tendrá la oportunidad de ver fructificar.
-De alguna forma, apreciados discípulos, nuestros antepasados humanos estuvieron encerrados durante mucho tiempo en una gigantesca prisión esperando a que se cumplieran sus respectivas sentencias de muerte y, necesariamente, cada uno de ellos perteneció a una de las tres categorías de los personajes de nuestra fábula: optimistas, pesimistas o neutrales.
Angustiados por la conciencia de que estaban condenados a morir, nuestros antepasados creyeron en un poderoso placebo llamado religión que les prometía la vida y la felicidad eterna en el último instante. Durante muchos milenios, los creyentes y neutrales dedicaron toda su energía a ensayar alabanzas al rey que los salvaría, en lugar de ayudar a los incrédulos a cavar el túnel del conocimiento que los hubiera conducido a la auténtica libertad. Sólo a finales del siglo xxi, creyentes y neutrales descubrieron consternados que el paraíso con el habían soñado desde el principio de los tiempos siempre había estado aquí en la tierra, al otro lado del muro de la superstición y la ignorancia.
Si la humanidad hubiera hecho caso a los incrédulos y no hubiese dilapidado durante milenios su valioso tiempo recitando alabanzas a reyes inexistentes, hace ya muchos siglos que habríamos alcanzado la victoria sobre la muerte y la enfermedad y los 7000 millones de ancianos que murieron en el siglo xxi estarían ahora con nosotros.
Eriseo, comprobó satisfecho que los rostros de sus alumnos se distendían en la sonrisa de plenitud que sucede a la comprensión.
Entonces, feliz, reinició el paseo a través de los exuberantes macizos de vegetación que poblaban aquella gran ciudad sin fronteras. Una ciudad cuyos habitantes ni siquiera sabían por qué se llamaba “paraíso”. Nadie, que hubiese nacido antes del siglo xxii, hubiese podido creer que el cuerpo vigoroso y joven de Eriseo, era el de un anciano de más de 300 años
viernes, septiembre 15, 2006
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